martes, 28 de agosto de 2012

La memoria es caprichosa


Pasan cosas en el día a día con y sin importancia y la memoria de pronto decide registrar algunas. Lo gracioso es que uno nunca sabe cuál de todas será la elegida. La memoria es caprichosa y escoge, muchas veces, lo que menos te esperas.

Hoy justamente recordaba, mientras fregaba los cacharros, a una cajera jovencita y antipática que se negaba a darme un vaso que venía de promoción con la Coca- Cola. Finalmente me lo dio y al llegar a casa y abrir la cajita donde venía guardado, vi que estaba roto.
Qué me importaba a mí ese vaso! Sí es cierto que aquella situación tan ridícula me sentó mal, pero sinceramente no tan mal como para que hoy, unos ocho años después, me viniera  a la cabeza.

La mente va por libre y cuando le da la gana va incluso al tun-tun. Cuántas veces  soy incapaz de recordar cosas importantes y en cambio, la escenita del vaso de promoción va y se me queda grabada como si hubiera ocurrido ayer o como si fuera muy importante.

Dicen que la gente cuando es mayor, al final de su vida, recuerda nítidamente su pasado.  Espero no pasarme la vejez recordando este tipo de bobadas y contándoles a mis nietos lo antipática que fue un día conmigo una cajera que seguramente ya estará jubilada…


Hay recuerdos dulces que afortunadamente también se quedan grabados y que recordarlos reconforta, hacen sonreír y llenan el alma.  Tengo muchos momentos con mi hijo.  De cuando era un bebé, tengo guardada su sonrisa asomando a los lados del chupete, su mirada directa, su olor, sus manos pequeñas, sus pies, el placer de dormir una siesta con un diminuto ser que cabía perfectamente acurrucado entre mi barbilla y el pecho…

También hay recuerdos que de pronto te asaltan en la calle y no puedes evitar reír aún yendo sola. Son incómodamente divertidos. Estos me encantan.

Recuerdo amores y emociones. También desamores y tristezas.
 
Recuerdo el olor de “La Gregoria”. La tienda de caramelos a la que íbamos en El Escorial. Ese es uno de los recuerdos más antiguos y más grabados a fuego. Dejamos de ir  a El Escorial cuando yo tenía menos de tres años, pero todavía a veces me viene el aroma  y me transporta allí, a un lugar que no sabría describir ya que es una sensación  y no una imagen lo que se quedó grabado.

Olores guardo muchos; El de mi cartera del cole, mezcla de papelería y charcutería gracias al bocadillo que a media mañana me hacía renacer; El de los libros nuevos; El del estuche; La crema de mi madre al darnos un beso de buenas noches; El olor a periódicos de mi padre, siempre con su cargamento diario a cuestas; La colonia de “Álvarez Gómez”; El del arroz con leche que me hacía La Consola; Las lilas del jardín, que me encantaban; El olor de la madera que cada viernes enceraban en el colegio…

Y muchísimas cosas más que me han ido viniendo ahora a la cabeza, mientras escribía esto.

Qué alivio hacer recuento y ver la de recuerdos bonitos que guardo dentro y todos los que me quedan por guardar. Tengo que “resetear” y hacer limpieza, a ver si borro lo de la cajera y alguna que otra chorrada más. Seguro que me están quitando espacio del disco duro.

domingo, 19 de agosto de 2012

Islas dentro de islas


Ayer fui a una misa acompañada de entierro en la iglesia de Santa Agnés de Corona.
Es un minúsculo pueblo en Ibiza. Tan pequeño que sólo tiene una iglesia, dos bares y una tienda de artesanía de cuero, que lleva mil años abierta pero que yo siempre veo cerrada. En el pueblo no hay casas, los parroquianos viven desperdigados por ese precioso valle lleno de almendros que justamente ahora están en flor y dan ese aspecto de valle nevado que tanto gusta a poetas, a enamorados y a moteros. No sé qué les ha dado a los moteros con el pobre valle, pero cada domingo lo inundan de un ruido infernal. ¡Qué pesados!

En la iglesia estaban todos los payeses de Corona vestidos de domingo. Probablemente yo era la única forastera, así nos llaman a los no autóctonos aunque vivamos aquí toda la vida.


No cabía un alfiler y me quedé de pié al fondo observándoles a todos de espaldas. Todos tienen un tamaño similar, tanto de alto como de ancho. Todos visten igual.  Los mismos colores, los mismos abrigos, las mismas chaquetas, los mismos peinados, las mismas coronillas calvas, los mismos zapatos, los mismos pendientes, las mismas barrigas. Ese aspecto tan igual acompañado de movimientos exactos era muy curioso. Saben los rituales de la misa y por tanto se levantaban a la vez, se persignaban a la vez, decían las mismas palabras a la vez. Aquella extraña coreografía uniformada me hizo sentir mucho más forastera de lo habitual. 
El momento de darse la paz me sentó bien, no sé cuantas manos se me acercaron a saludar. Me gustó.

El caso es que además de fijarme en ellos, en la voz del cura que pensé que lloraba y luego me di cuenta de que se ahoga un poco al hablar y por eso parece que solloza, en el cirio encendido enorme y nuevo, en una cerámica pintada de San Juan Bautista que había a mi derecha, el pobre en una postura tan rara que parecía una ninfa del bosque borracha – vi que el payés que había a mi izquierda también lo miraba con cara de extrañeza- , en lo bonita que es  la imagen de Santa Inés con su espiga y su corderito, en una tela de araña  de una de las columnas, en el mantel que cubría la mesa debajo de San Juan, que seguramente lo ha bordado alguna mujer del pueblo, en el sol que entraba por la puerta casi hasta el altar, además, pensé en Toni. Pensé en lo triste que estaba y en lo que agradecía que hubiéramos ido. Pensé en ese adiós que damos todos juntos a quien se va para siempre. Pensé en la abuela de Toni que lo ha criado ya que su madre murió cuando él era pequeño. Pensé que esta mujer, como muchos de los que ayer estaban en la iglesia, había nacido y muerto en el mismo valle del que nunca salió. Una vida entera en el mismo lugar, sin moverse apenas a los demás pueblos de la isla.

Pensé en  islas dentro de islas.

También pensé en mí, pero ese es otro cuento.



miércoles, 15 de agosto de 2012

La holandesa errante


Hay gente que el destino se empeña en meter con calzador en la vida de otro.  Del porqué de esto no tengo ni idea, quizás son sobrantes de fábrica y hay que ubicarlos en algún lado. En mi caso es una mujer holandesa a la que conocí a principios de los noventa. Por aquel entonces yo tenía una tienda y le compraba artículos que ella traía de su país. Cierto es que tiene buen gusto, pero pronto me di cuenta de que no andaba muy fina de la chota. Es de esas personas que siempre tienen problemas y si no los tienen los provocan. Vamos, que o montan lío o no son nadie.
Cuando cerré el negocio pensé que al menos me había librado de ella, pero no fue así. Matriculó a su hija en el mismo colegio que yo a mi hijo, así que me la tragué MUCHOS años. Fueron años de huir de ella a diario, de hacerme la despistada, la cegata, la seca, la de “¡uy qué prisa tengo…!”.  Ahora hacía ya un tiempo que no me la encontraba.


El otro día fuimos Paco y yo al mar, a una playa muy grande que como no es de arena sino de “codols”,cantos rodados, no va mucha gente y a las ocho de la mañana menos. Anduvimos por aquellas piedras, hasta un lugar apartado. Al dejar las cosas y asentarnos, nos dimos cuenta de que cerca había una mochila y unas deportivas de hombre, pero miramos a todos los lados y allí no había nadie.




Paco se puso a pescar y a lanzar y a disfrutar de la mañana y yo me quedé sentadita en una roca oteando el mar intentando encontrar a algún nadador, alguna cabecita entre las aguas. Según iba pasando el tiempo más rápido iba mi imaginación y al seguir sin ver nada por aquellos lares, al de la mochila le di por muerto. “¡Se ha ahogado!” sentencié para mí.  Así que no me metí en el mar y eso que ya empezaba a apretar el calor. Me imaginé nadando y encontrándomelo flotando. Me imaginé gritando  despavorida de pánico. Me imaginé…. De pronto una voz con acento holandés me sacó de aquella pesadilla y me metió en otra. ¡Era ella! La holandesa. Nadaba en paralelo a la costa hacia nosotros. “¡Oye!” gritó con su estridente voz, “¡Deja de pescar que voy a pasar y me da miedo!!!!!”.  
Con lo grande que es el mar, con lo grande que es esa playa, con lo grande que es el mundo, ELLA tenía que pasar justo por dónde estaba Paco pescando.  Paco me miró y mientras yo me ponía la pamela y las gafas rápidamente para que no me reconociera le dije casi susurrando “¡está loca! !La conozco y está loca! Allá dónde va monta un cirio” Paco recogió la caña y ella nadando a braza, a dos centímetros por hora, pasó de largo advirtiéndonos que en veinte minutos volvería. ”¡Haz tu vida!” le contestó Paco sin entender del todo bien el absurdo del paseo lento e inoportuno de la rubia ni mis prisas por camuflarme.
Entre el ahogado que no aparecía y la aparición estelar de la petarda, seguí sentadita en mi roca pensando en lo rara que estaba siendo la mañana.

Al poco, hacia el oeste, vimos tres cabezas. La de ella y dos más. Dos hombres. Dos buceadores con arpón y sin boya en una zona protegida en la que está absolutamente prohibido pescar así.  Cuando salieron del mar y se acercaron a recoger la dichosa mochila que desde hacía horas me tenía en vilo, les miramos mal y no saludamos. Paco, por ilegales, yo, por ahogados resucitados.  Pasaron, cabizbajos por culpables, y tampoco saludaron.  Estuve a punto de decirles que casi llamo a la Guardia Civil, no ya sólo por la pesca furtiva sino por el susto de pensar que se habían ahogado. ¡Qué cabreo! Con el calor que hacía, yo todavía ni había metido un dedo en el mar por su culpa. ¡Ahogados de pacotilla….!

De nuevo se acercaba a nado la holandesa errante, A braza, a su ritmo y Paco volvió a recoger la caña para que la pesadita pasara de una santa vez  y nos dejara en paz.
Por fin me di un chapuzón. La pesada errante ya estaba lejos y el ahogado ya estaba desahogado. 
Al salir del mar vimos a lo lejos a la rubia petarda con dos Guardias Civiles. Comentamos que seguramente les habría llamado por lo de la pesca con arpón. “Mira, igual, esta vez, su afán de lío no viene mal…” comenté a Paco.  Los dos guardias se encaminan hacia nosotros y les vamos viendo acercarse muy uniformaditos, pero con muy poco garbo. Andar por esas piedras no es cosa fácil.
“Buenos días, ¿Son ustedes españoles?” al contestarles que sí  se alivian “Menos mal, así es más fácil. Perdonen, pero aquella señora les acusa de robo. Nos ha llamado diciendo que se ha ido a nadar y mientras tanto le han robado todo su equipo de “personal training”.  Hemos venido hasta aquí y al llegar nos cuenta que le han robado un vestidito y unas chanclas… ¿Podemos mirar entre sus pertenencias? ” Paco y yo que estábamos a punto de decirles que los furtivos del arpón se acababan de ir, no dábamos crédito a lo que escuchábamos. Yo estaba indignada, cabreada, alucinada, asqueada, boquiabierta y por tanto callada. Paco guardó el temple y les dijo “Miren ustedes lo que quieran, pero sepan que hasta hace un momento, hemos estado custodiando una mochila de alguien que no aparecía y ha resultado ser un buzo con arpón. Esta zona está protegida. Pensábamos que venían ustedes por eso.”  El hombre ni miró nuestras cosas y se disculpó “lo siento, es nuestro trabajo…” Les comenté que la conocía y que estaba como un cencerro. Asintieron discretamente con la cabeza y tras disculparse de nuevo se fueron con el mismo desgarbo, piedra a través, con el que vinieron.

Intentamos olvidarnos del tema aunque era imposible ya que, al mirar a la derecha, vemos a la petarda errante venir descalza  dando tumbos descontrolados por las piedras.  Al llegar a nosotros,  nos dice con su voz gallinácea y su acento holandés, “Perdona, pero….” Y ahí Paco la corta, “¡No perdono NADA!!!! Tú nos has acusado de robo, así que ¡largo de aquí!!!” , “Pues la Guardia….”, “ ¡Fuera!!! ¡Estás loca!”, “¡La Guardia Civil quiere inspeccionar tu coche!!!”  “Pues que vengan ellos a decírmelo. A ti no tengo porqué hacerte caso. ¡Estás de frenopático!” (Paco dijo más cosas, pero como no son muy finas no las voy a escribir). La errante se dio la vuelta para emprender camino y fue patético. Su culo era igual que un globo después de una semana de haber sido inflado.  Las carnes de las nalgas que descolgaban de su bikini iban de aquí para allá al tun-tun de las piedras e incluso del aire… pobre, yo la recordaba piradísima, pero con buen tipo.
Y nada, allí a lo lejos vemos que coge el relevo uno de los Guardias y que viene de nuevo hacia nosotros. Ya me daba la risa esa pasarela Cibeles tan empedrada. Todos tardaban mucho en llegar a nosotros y nosotros no nos movíamos del sitio. ¡Estaría bueno!
El pobre guardia, joven, educado, sudoroso y harto,  nos dice que si no nos importa abrir el coche “para acabar de una vez por todas con esto…. ni he desayunado todavía!”  Se disculpaba todo lo disculpable “es mi trabajo, no puedo no hacerlo”. Propuse recoger y así ya nos íbamos y el guardia me dijo muy tajante que no, que por favor disfrutara de la playa.  Paco le comentó que por supuesto que abriría el coche, siempre que ella no estuviera delante.  No hizo falta, la rubia errante, salió huyendo entre los pinos al ver a Paco. Por lo visto había escondido el coche para que no se lo robáramos, según dijo el Guardia Civil con cara de hambre y desconcierto. Paco abrió el nuestro y ellos ni miraron. “Todo en orden y perdone. Por cierto, la señora dice también que huye porque usted le ha hablado mal y la ha enviado a la mierda”
“No, no la he enviado a la mierda. ¡Le he dicho algo muchísimo peor!”

Y con las risas, se fueron los dos guardias a desayunar, por fin.

Al final los únicos que disfrutaron tranquilamente de aquella mañana de mar fueron los ahogados, con delito incluido. Qué cosas, cuatro que eramos y qué desavenidos...