Ayer fui a una misa acompañada de entierro en la iglesia de
Santa Agnés de Corona.
Es un minúsculo pueblo en Ibiza. Tan pequeño que sólo tiene
una iglesia, dos bares y una tienda de artesanía de cuero, que lleva mil años
abierta pero que yo siempre veo cerrada. En el pueblo no hay casas, los
parroquianos viven desperdigados por ese precioso valle lleno de almendros que
justamente ahora están en flor y dan ese aspecto de valle nevado que tanto
gusta a poetas, a enamorados y a moteros. No sé qué les ha dado a los moteros
con el pobre valle, pero cada domingo lo inundan de un ruido infernal. ¡Qué
pesados!
En la iglesia estaban todos los payeses de Corona vestidos
de domingo. Probablemente yo era la única forastera, así nos llaman a los no
autóctonos aunque vivamos aquí toda la vida.
No cabía un alfiler y me quedé de pié al fondo observándoles
a todos de espaldas. Todos tienen un tamaño similar, tanto de alto como de
ancho. Todos visten igual. Los mismos
colores, los mismos abrigos, las mismas chaquetas, los mismos peinados, las
mismas coronillas calvas, los mismos zapatos, los mismos pendientes, las mismas
barrigas. Ese aspecto tan igual acompañado de movimientos exactos era muy
curioso. Saben los rituales de la misa y por tanto se levantaban a la vez, se
persignaban a la vez, decían las mismas palabras a la vez. Aquella extraña
coreografía uniformada me hizo sentir mucho más forastera de lo habitual.
El momento de darse la paz me sentó bien, no sé cuantas
manos se me acercaron a saludar. Me gustó.
El caso es que además de fijarme en ellos, en la voz del
cura que pensé que lloraba y luego me di cuenta de que se ahoga un poco al
hablar y por eso parece que solloza, en el cirio encendido enorme y nuevo, en
una cerámica pintada de San Juan Bautista que había a mi derecha, el pobre en una
postura tan rara que parecía una ninfa del bosque borracha – vi que el payés
que había a mi izquierda también lo miraba con cara de extrañeza- , en lo
bonita que es la imagen de Santa Inés
con su espiga y su corderito, en una tela de araña de una de las columnas, en el mantel que
cubría la mesa debajo de San Juan, que seguramente lo ha bordado alguna mujer
del pueblo, en el sol que entraba por la puerta casi hasta el altar, además,
pensé en Toni. Pensé en lo triste que estaba y en lo que agradecía que hubiéramos
ido. Pensé en ese adiós que damos todos juntos a quien se va para siempre.
Pensé en la abuela de Toni que lo ha criado ya que su madre murió cuando él era
pequeño. Pensé que esta mujer, como muchos de los que ayer estaban en la
iglesia, había nacido y muerto en el mismo valle del que nunca salió. Una vida
entera en el mismo lugar, sin moverse apenas a los demás pueblos de la isla.
Pensé en islas dentro
de islas.
También pensé en mí, pero ese es otro cuento.
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