Ahora que mi hijo tiene dieciocho años, pienso en cuando los
tenía yo.
Siempre cuento que mi casa estaba llena de gente, bueno,
pues aquella mañana, en la que amanecí siendo mayor de edad, me levanté y no
había nadie. ¡Qué decepción!
Como acto de rebeldía tonta, decidí, después de desayunar,
fumarme un cigarro de los de mi madre. Nunca le había dado ni una calada a
escondidas a uno. Así que, cómo no, me sentó fatal. Me maree, me puse pálida,
tenía nauseas y recuerdo ir apoyándome a las paredes hasta el cuarto de baño
con toda la intención de vomitar. Mientras me echaba agua fría en la nuca pensé: Anda que vaya dieciocho años más mal
estrenados, guapa!
En realidad me impulsó a fumar una imagen. Me parecía de lo
más chic cuando mi amiga María abría su bolso para sacar algo y se veía la
cajetilla de tabaco allí entre el monedero, las llaves y mil cosas más.
Tonta de mí, podría haber simplemente metido un paquete de Marlboro
en el bolso sin necesidad de fumarlo, pero no se me ocurrió y aquí estoy escribiendo
esto con mi cigarrito humeante al lado.
Con dieciocho años y un día, me apunté en la autoescuela. Lo
de ir conduciendo con musiquita me hacía una ilusión tremenda. Me parecía una escena muy
cinematográfica.
Nunca me había sentado al volante de un coche, ni siquiera en uno parado para de broma hacer como que
conduces. Sabía que tenían unos pedales, un volante, una palanca de cambios y
poco más. Los coches no me emocionaban, encima
mi padre los detestaba y lo poco que hablaba de ellos era para rebajarlos al
mero hecho de transportar.
Nada más llegar a la clase, me metieron en uno, me indicaron cómo arrancar y aparecí en la Plaza de
Castilla (Madrid), con tal lío de autobuses y coches y carriles y de todo, que
me puse a gritar como si fuera en la montaña rusa. Me quedé encerrada en el interior de la
rotonda dando vueltas y vueltas sin ver la posibilidad de salir de allí en
algún momento. El profesor empezaba a
enfadarse, pero me daba igual, yo había
entrado en un estado de semi-shock. No recuerdo cómo conseguimos salir de
aquella plaza infernal, ni cuanto tardamos en hacerlo. La verdad es que no
recuerdo nada más de aquella tarde. Dicen que un shock puede producir amnesia y
algo así debió de pasarme.
El caso es que luego se me dio muy bien. Aprendí en seguida
y mi profesor estaba muy orgulloso de mí.
Yo también estaba muy orgullosa de mí, para qué negarlo.
En cuanto tuve el carnet hice mi sueño realidad. Le pedía el
coche a mi padre, un Seat 127 con radiocasete, y me dedicaba a conducir por
Madrid escuchando música y fumando. Qué maravillosa sensación, ¡Qué
cinematográfico! ¡Qué chic!
Empecé a ser una sobrina ejemplar. Me ofrecía siempre a
llevar a mis tías a su casa y cada día me inventaba un recorrido nuevo. En ese
momento me habría hecho taxista profesional. Me compré, incluso, un callejero
de Madrid que todavía guardo. Un libro gordo, cuadrado, pequeño, precioso. De
esos que todo buen taxista llevaba en el asiento del copiloto, al lado del
bocadillo y del dispensador de monedas.
Me sentía muy bien con mis dieciocho años. Mi bolso al
abrirlo mostraba una cajetilla de tabaco y la “L” pegada con ventosas en el
cristal de atrás, se iba despegando cada vez con más frecuencia.
Los dieciocho, te hacen mayor de un día para otro. En ningún
otro cumpleaños se produce un cambio tan marcado. Aunque ahora que lo pienso,
en mi cuarenta cumpleaños, desperté con una cana tiesa e indomable en el
flequillo. Por supuesto la arranqué de cuajo, obviando supersticiones, ¡no
estaba dispuesta a ver aquello todo el día! Lo peor fue que al rato me di
cuenta de que no hubiera importado demasiado dejarla, ya que por arte de magia
había dejado de enfocar bien de cerca.
Veo que los cuarenta también marcan, pero desde luego, no de
una forma tan cinematográficamente chic…